Artículo publicado en el boletín "ESTELA", Nº 89, Mayo-Junio 2000. Rogamos se cite su procedencia en caso de reproducirlo total o parcialmente.
Neila Campos
El ojo es nuestro primer instrumento de observación. Fue mirando al cielo a simple vista como surgieron las primeras preguntas sobre el Universo, que nos han conducido a crear aparatos cada vez más avanzados con que ampliar los límites de nuestra visión.
Nuestro ojo es un instrumento muy complejo. A pesar de que el ser humano es un animal diurno y nuestro sentido de la vista está diseñado para obtener su mayor rendimiento en las horas de luz, el ojo funciona aceptablemente incluso de noche. Es capaz de adaptarse a condiciones muy diversas, enfocar cerca y lejos, apreciar contrastes de luminosidad y color, detalles minúsculos... Por ejemplo, un ojo adaptado puede percibir fuentes luminosas mil millones de veces más débiles que una bombilla de 100 watios situada a un metro de distancia.
Y como toda habilidad, la visión también se perfecciona con el uso. Por ello la primera vez que miramos por un telescopio no resulta tan fácil, pero con un poco de práctica podemos mejorar cada vez más nuestra capacidad de ver.
El poder resolutivo del ojo (la menor separación angular que tiene que haber entre dos objetos para poder distinguirlos) es de aproximadamente un minuto de arco, para una vista aguda, aunque varía de un individuo a otro. Con lo cual una vista normal debería poder separar Mizar y Alcor, que distan entre sí 12 minutos.
Por otra parte, también somos capaces de distinguir entre objetos de distinta luminosidad. Pero las diferencias de luminosidad que captamos no son absolutas sino relativas: podemos apreciar que un objeto brilla más que otro cuando el primero brilla, al menos, un 5% más que el segundo.
Para regular la cantidad de luz que entra en el ojo, éste está provisto de un diafragma: el iris, que deja una mayor o menor abertura (pupila) según la luminosidad ambiente. De noche, la pupila se hace mayor, con lo cual captamos mayor cantidad de luz, pero a cambio perdemos calidad de imagen, pues ésta pierde nitidez cuando la entrada de luz se realiza por una abertura demasiado grande (es por esto que a veces vemos mejor entrecerrando los ojos). Por otra parte, durante el día se recibe una mayor cantidad de luz amarilla -situada en el centro del espectro visible- a la cual es más sensible el ojo humano, mientras que bajo un cielo estrellado recibimos más luz azul, a la que somos menos sensibles. Con todo ello, la pérdida de agudeza visual por la noche puede ser equivalente a un cuarto o incluso media dioptría de "miopía", respecto a la visión diurna.
Pero la Naturaleza tiene sus recursos para ver por la noche. En la oscuridad, el ojo produce rodopsina (o púrpura retiniana), un pigmento derivado de la vitamina A que aumenta la sensibilidad a la luz. (Por ello los alimentos ricos en vitamina A mejoran la visión nocturna). Este proceso lleva al menos unos 15 ó 20 minutos, por lo que es a partir de ese tiempo cuando estamos en mejores condiciones para observar. Cuando volvemos a recibir luz, la pupila se cierra y las moléculas de rodopsina se rompen, para volverse a formar cuando llegue de nuevo la oscuridad. La adaptación es independiente para cada ojo, así que si necesitamos encender una luz durante la observación, podemos mantener un ojo adaptado, cerrándolo, mientras utilizamos el otro. Como es sabido, la luz roja apenas produce pérdida de adaptación, por lo que usando linternas con luz de este color evitamos el deslumbramiento mientras observamos.
La retina es la "pantalla", en el fondo del ojo, donde se forma la imagen. En el punto en que el nervio óptico se une con la retina, no se forman imágenes: es el punto ciego, con el cual no vemos nada. Está situado (aunque varía ligeramente de un individuo a otro) a unos 15º a la derecha del eje óptico en el ojo derecho, y 15º a la izquierda en el ojo izquierdo (ver figura).
Para buscar nuestro punto ciego, podemos hacer el experimento con dos estrellas que disten entre sí unos 15º, por ejemplo alfa Andromedae (Alpheratz) y beta Pegasi (Scheat). Situémonos de modo que ambas estrellas se encuentren en el plano de nuestra vista, digamos alfa a la izquierda y beta a la derecha. Cerremos el ojo derecho, y así, al mirar a beta con el ojo izquierdo, alfa desaparece. Al mirar alfa con el ojo derecho, desaparece beta. (Según diferencias individuales, el punto ciego puede estar algo desplazado).
Podemos "hacer desaparecer" objetos ¡de casi un grado de diámetro! Esto significa "hacer desaparecer" la Luna llena (aunque no el resplandor que la rodea). También podemos hacer el experimento dibujando en un papel dos puntos gruesos (¡de hasta 1 cm de diámetro!) separados unos 15 cm y situándolo aproximadamente a la distancia del brazo extendido. Al mirar el punto derecho con el ojo izquierdo, el otro punto desaparece (y viceversa).
El ojo contiene dos tipos de células sensibles a la luz: los conos y los bastoncillos. Los conos son los responsables de percibir los colores. Para funcionar necesitan cierta cantidad de luz, por lo que actúan mejor de día. Se sitúan principalmente en el centro de la retina, que es el punto con que solemos mirar durante nuestra visión diurna normal. (Parece ser que el ojo femenino posee mayor cantidad de conos que el masculino, por lo cual es más sensible a los matices de color.) Por su parte, los bastoncillos son incapaces de apreciar los colores, pero a cambio pueden obtener imágenes con muy poca luz y por tanto percibir objetos más débiles. Entran en acción, pues, en ambientes poco iluminados, y es por esto que con poca luz nos cuesta distinguir los colores. Estando el centro de la retina ocupado mayormente por los conos, los bastoncillos se disponen alrededor. Esta es la explicación de la "visión lateral": percibimos mejor los objetos débiles si fijamos la vista, no en el objeto que queremos ver, sino un poco hacia un lado, para así percibirlo con la zona lateral de la retina que contiene más bastoncillos. Esto es especialmente útil para objetos difusos de cielo profundo, como nebulosas o galaxias débiles, y muchas veces nos permite ver objetos que por visión directa no podemos detectar en absoluto.
Otra manera de ayudar al ojo a percibir mejor es moviendo la imagen. Por motivos de supervivencia, la evolución ha hecho que nuestra vista, como la de la mayoría de los animales, sea especialmente sensible a objetos en movimiento.
Sin embargo, nuestro sentido de la vista no siempre nos transmite una información fidedigna. En ocasiones nos dejamos "engañar" por efectos ópticos, como las conocidas ilusiones ópticas siguientes.
Ilusiones ópticas: Los cuadrados de arriba parecen tener los lados curvados.
Por otra parte, la línea A parece más larga que la B.
A nuestro ojo también le resulta difícil percibir una fuente de luz reducida a un punto, como es una estrella. En lugar de un simple punto, percibimos pequeños "rayos" o "puntas" que irradian de la estrella. Ello es debido a la mayor apertura de la pupila durante la noche, como mencionábamos antes, y por otra parte a la refracción de la luz en el líquido (lágrima) que mantiene siempre húmeda la córnea del ojo. Este es el origen de la tradicional representación de las estrellas como figuras con varias puntas.
Otro efecto óptico es el conocido como irradiación, por el cual los objetos más claros y luminosos parecen de mayor tamaño que los objetos oscuros: por ejemplo, al mirarlo a través del telescopio, el casquete polar de Marte -de color claro- parece "sobresalir" del resto del disco; o la parte iluminada de la Luna parece de mayor diámetro que la parte oscura (cuando ésta es visible gracias a la luz cenicienta).
Un caso bien conocido de efecto óptico es el hecho de que el Sol, la Luna o las constelaciones parecen más grandes cuando se encuentran cerca del horizonte. Este efecto no es óptico sino más bien psicológico, pues al encontrarse cerca del horizonte podemos compararlo con casas, árboles, etc. lo que produce impresión de mayor tamaño. En un horizonte marino, donde no hay puntos de referencia, este efecto apenas se produce.
Por último, también es una ilusión óptica la "bóveda celeste": cuando nos hallamos bajo un cielo estrellado tenemos la impresión de estar situados en el centro de una gran bóveda o semiesfera en la cual se hallan todos los cuerpos celestes. Ello sucede porque, aunque nuestros dos ojos nos proporcionan una visión tridimensional, capaz de apreciar cuál de dos objetos está más cerca, esta habilidad disminuye con la distancia (entre dos edificios próximos podemos distinguir cuál está más cerca, pero no tan fácilmente entre dos cumbres de montañas lejanas). Así, al ser enormes las distancias a las que se encuentran las estrellas y planetas y al carecer de puntos de referencia, nuestro ojo es incapaz de apreciar estas distancias y percibe todos los cuerpos celestes como situados igualmente lejos de nosotros (todos "en el infinito", en lenguaje fotográfico), y por tanto como formando la superficie de una gran esfera.
Durante mucho tiempo se creyó que esta esfera tenía existencia real y que nosotros éramos su centro, y se elaboraron teorías en cuanto a la naturaleza de esta esfera del firmamento, más allá de la cual se hallaba la región divina. Hoy solamente recreamos la bóveda celeste en la pantalla del Planetario.